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A menudo habrás visto a un grupo de chicos ir a un partido de fútbol a nadar, siempre con la expectativa de divertirse. Cómo les brillan los ojos y se les levantan las comisuras de la boca. Ríen, cantan, bailan, siguen un ritmo natural como si la alegría fuera el centro de todo.
Hay en ellos un abandono, una actitud despreocupada, y tantas veces decimos: “¿No es una lástima que tengan que crecer y desilusionarse, que tengan que entrar en la lucha por la vida y desgastarse poco a poco con ella hasta que el niño que llevan dentro haya muerto?”. Y como el poeta pensamos: “Vuelve atrás, vuelve atrás, oh tiempo en tu huida, y hazme niño de nuevo, sólo por esta noche”.
Pero de alguna manera u otra sentimos que todo esto está mal. No sentimos ni podemos creer que este Algo llamado Vida lo haya querido así. Sabemos, como si algo nos dijera siempre, que hemos sido creados para alegrarnos, para regocijarnos. ¿Qué nos pasó cuando nos hicimos adultos para amortiguar esta alegría espontánea y robarnos esa anticipación entusiasta que da destreza a las manos y velocidad a los pies?
Es la falta de entusiasmo. Es una falta de capacidad para entrar en el juego de la vida y jugarlo, no simplemente como un espectador, sino como un participante, porque nosotros también queremos estar ahí lanzando. Queremos estar ahí bateando para conseguir un home run.
Mi madre vivió hasta casi los cien años, simplemente porque tenía entusiasmo por la vida. Hasta el último momento fue así. No hubo nada pesado ni de peso, nada triste, ni siquiera un suspiro, ningún arrepentimiento – sólo un paso del crepúsculo de este día al amanecer de un nuevo mañana.
Este es el secreto: entrar en el espíritu de la vida, en la alegría de vivir, en la utilidad de estar vivo. Nadie puede envejecer si tiene fe y entusiasmo. Tenemos que redescubrir los manantiales de esa alegría infantil que nos dio la felicidad, la seguridad y la fe que teníamos cuando éramos niños.